A los que dicen que son católicos pero que no practican, que no reciben más que los sacramentos imprescindibles -el Bautismo y la Primera Comunión-, se les puede llamar católicos, pero no practicantes.
Y esto es algo así como decir que son amables, pero no practican la amabilidad; son amigos fieles, pero no practican la fidelidad; son leales, pero no practican la lealtad; son buenos trabajadores, pero no trabajan.
Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los “sacramentos de la iniciación cristiana”, cuya unidad debe ser salvaguardada. La recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal.
La Confirmación es el sacramento mediante el cual el cristiano se confirma como verdadero cristiano y se compromete a ser un soldado de Cristo y de su Iglesia. Recibir el sacramento de la Confirmación es como tener al alcance de la mano una mina inagotable de alegría, de paz, de afabilidad y otras muchas virtudes.
La Confirmación, como el Bautismo, del que es la plenitud, sólo se da una vez.
Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia. Por el sacramento de la Confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo y, de esta forma, se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo.
Si un cristiano no se confirma, se pierde de todas estas gracias y, además, demuestra que quiere seguir siendo un católico no practicante, un buen trabajador que no trabaja.